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Crítica: “El holandés errante” de Wagner en el Teatro Real de Madrid

Función del lunes 26 de diciembre, cuarta ópera de Wagner y primera del canon de Bayreuth, El holandés errante. Estrenada en Dresde el 2 de enero 1843, conjuga la leyenda homónima de Heinrich Heine (1834) con una vivencia del propio compositor, que pasó un mal trago por las costas noruegas a bordo de un barco, huyendo de los acreedores que lo acosaban en Riga. El libreto fue escrito por él mismo, como era habitual. Aún se distingue en esta ópera la influencia italiana, con arias insertadas en la narración musical, aunque ya vaticinaba varios elementos personales en su producción: la música continua, sin interrupciones, y los leitmotiv.

Siguiendo los deseos del compositor, la obra se representó sin pausa entre actos, con las habituales incomodidades para las rodillas de los altos y las vejigas de los mayores. Y también para las voces de los cantantes. En el foso, el prometedor Pablo Heras-Casado, que ya ha estado al frente de las orquestas más importantes del mundo (Viena, Salzburgo, Nueva York, Berlín...) Sin embargo, no fue una dirección satisfactoria. El exceso de volumen, en especial el viento-metal totalmente desbridado, se comió no sólo a los cantantes, sino también a la cuerda, dejando la bellísima obertura en una sinfonía demasiado estruendosa. Los tiempos también fueron algo discrecionales, lento en el primer acto y a toda velocidad en el coro de marineros del tercer acto. No obstante, es su primer Wagner, con lo que lo normal es que vaya limando poco a poco estas aristas.

Senta - El Holandés Errante

La parte vocal tuvo sus luces y sus sombras, aunque rayó a un nivel aceptable en general, sobre todo teniendo en cuenta que era el segundo reparto. Lo mejor lo ofreció la soprano alemana Ricarda Merbeth, voz perfecta para este repertorio: gran volumen, segura en las notas altas y poseedora de un buen registro grave. La interpretación fue, además, muy convincente, poniendo el listón muy alto con su gran momento solista (la balada de Senta). Bien su padre Daland, el bajo Dimitry Ivashchenko, voz noble que se hizo oír a pesar de que en principio le perjudicana el volumen orquestal. No se puede decir lo mismo del coreano Samuel Youn, que no sólo acusó la función continuada, sino que además está sustituyendo al bajo-barítono del primer reparto. La voz va justa de volumen y necesita portamentos para alcanzar su potencia máxima. Incapaz de empastar la voz con sus compañeros de reparto, al menos sí demostró tener el personaje bien rodado. En cuanto a los tenores, notable el Erik de Benjamin Bruns y correcto, sin más, el timonel de Roger Padullés. Por cierto, Bruns encarna este último personaje en las funciones del primer reparto. El coro tuvo que elevar el volumen para sobrepasar la orquesta, consiguiendo buenos momentos (el tercer acto) con otros más mediocres (el coro de hilanderas).

La puesta en escena no se sitúa en las costas noruegas sino en un cementerio de barcos de un puerto de bengalí de Chittagong, algo que nadie repara si no se lee las explicaciones del regista de turno, Àlex Ollé. Un enorme barco a la izquierda, varado en una playa, dan vida tanto al buque de El Holandés como al de Daland. Buen trabajo de iluminación y proyección de la tormenta, el oleaje y la tripulación fantasma, sobre un suelo hinchable que a más de uno le hizo pelearse con la verticalidad. Excentricidades aparte, una puesta que te introduce en la ópera con facilidad.


Para terminar, una curiosidad: El Holandés dispone de un día cada siete años para intentar librarse de su condena eterna. Las funciones de esta ópera en la segunda etapa del Real fueron en junio de 2003, enero de 2010 y diciembre de 2016. Es decir, en intervalos de unos siete años. ¿Será la próxima en 2024? ¿Nos libraremos por fin del castigo eterno?


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